miércoles, noviembre 29, 2006

Conflicto con una Psidium guajava...

Corría el vigésimo octavo día del mes de noviembre del año 2006 d.C., unas pocas horas después del alba, cuando ya el rocío de las verdes hojas había desaparecido por completo, dejándole a la mañana el canto frenético de los pájaros y el sopor insufrible de una mañana tropical, con su humedad asfixiante.


A pesar de la pesadumbre reinante, donde sólo las alegres paraulatas parecían llevar con buen ánimo el día, me preparé a recorrer mis dominios, las tierras que han brindado el sustento a ascendientes y que aún me lo brindan y me cobijan en las melancólicas noches de estas latitudes; pronto, raudo y veloz calcé mis pies con unos botines, su elección no obedecía a nada en particular simplemente fueron los primeros a los cuales eché mano, apreté los cordones y ceñí los zapatos, me dispuse a partir.


El sol brillaba intensamente, se sentía en la piel blanca y presta para ser cocinada por un baño de radiación, el calor rozaba lo insoportable y mi propio cuerpo comenzaba a quejarse, gotas de sudor resbalaban por mi rostro y la franela que llevaba se empapaba con mi espalda sudorosa. Al fin mientras recorría el camino con el ceño fruncido por la cantidad abrumadora de luz, veía a mi alrededor los árboles frutales y las hortalizas, los pequeños insectos que en ellas se posaban, y las aves que trinaban despreocupadas de todo.


Pero, no todo fue felicidad, fui un tonto al no percatarme de aquél árbol de guayaba, la susodicha Psidium guajava. Abarcaba gran parte del camino, sus ramas grotescas se mecían en una danza tenebrosa al compás del viento e invitaban a huir a quien se acercara para que jamás pensara en tomar sus frutos. Aquella planta era malvada, demoníaca, sus intenciones no venían de otra parte que del mismísimo averno. ¡Ah!, pero la ingenuidad me cegó, rodeado de aquella naturaleza sosegada, pura y hasta cristalina con un aroma de paz y de bondad, mis sentidos se dejaron envolver por aquél espectáculo que pocos pueden o saben apreciar.


Y la vi, vi al guayabero, lo vi sublime e imponente, dominante por sobre los cujíes y las malezas; más allá de ver al árbol en sí, mi vista quedó cautivada por sus guayabas, amarillas como los rubios rizos de una mujer, brillantes por la luz del sol, relucientes. La melancolía del momento, la añoranza, se unió a la gula: deseé engullir una de esas apetitosas guayabas; ¡y vaya si lo desea!.


Al instante me abrí paso entre los matorrales, alerta de no encontrarme con serpientes o arácnidos ponzoñosos. Cumplida la tarea puse mis manos sobre el tronco del guayabero, oteé cada rama, cada horqueta, planeé minuciosamente la trepada hasta mi objetivo... aquella guayaba, la más grande y madura de todas, ¡la guayaba perfecta!.


Y trepé, trepé y trepé, cada vez con más ansias y más desenfreno. Pero pasó algo que debí suponer pasaría, lo que estaba haciendo no estaba bien, y lo que mal comienza mal termina. Finalizando el tramo hasta mi codiciada guayaba, posé el pie en una delgada rama, parecía ciertamente muy delgada, pero a la vez flexible e invitaba a pararse sobre ella. Eso hice, puse mi pie sobre la rama, asenté mi peso sobre ella, resistió, luego roté ligeramente mi cuerpo con el ángulo ideal para extender mi brazo y alcanzar la guayaba, pero... la rama crujió, la naturaleza, sabia como ninguna, cobró mi ofensa.


Caí estrepitosamente al suelo, por suerte ninguna otra rama desgarró mi piel, sólo el golpe sordo de mi cuerpo contra la tierra delató mi caída. Dolorido y pensativo, reflexivo más bien, acordé conmigo mismo replegarme y volver al cobijo de mi hogar. Fui vencido por la naturaleza, no hay nada más qué hacer.


P.D. Historia basada en hechos reales.